El temple pone de acuerdo al movimiento del toro que embiste y el movimiento del hombre que torea. Se templa el instinto con el instinto; para torear hace falta temple. Para torear hay que excitar –citar en su sitio- la codicia con la distancia, y acompasar el movimiento –acompañar- a la bravura y a los pies del toro, conservando las distancia para que no enganche. Ni con más rapidez ni con más lentitud: con temple.
Absolutamente todos los toros embisten, aunque sea para defenderse, pero embisten, hay que obligar al toro a ir por donde no quiere, cargar la suerte y rematar la suerte en el sitio, porque al fin y al cabo de eso se trata el toreo. De templar y mandar. Primero eso, luego los adornos, que para eso están, para adornar (valga la rebundancia). Una faena basada en buscar los aplausos fáciles es desperdiciar un toro que seguramente en manos de un torero templado sea un toro de triunfo asegurado.
Ahora no malinterpreteis mis palabras y penseis que la culpa es en exclusiva de los toreros, no por Dios. Hay personas que se hacen llamar ganaderos, que más bien lo que buscan es crear una industria brava, una fábrica de toros. Y no una ganadería. Por la alta demanda de un tipo de toro y un tipo de ganaderías hay una serie de "ganaderos" que han faltado al respeto a la correcta selección de animales para el desarrollo sostenible del toro bravo. Por suerte es una minoría este tipo de ganaderos. Pero es una realidad.
Toro bravo es aquel que acude con codicia y alegría al caballo y a la muleta. En ese orden que en este caso no podemos aplicar la teoría que dice que el orden de los factores no altera el producto. No pasemos por ahí porque sino reducimos un espectáculo de tres tercios a uno. El último, el de muleta.
Javier Comos
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